Estresada y atormentada por una presión inédita, recorría una de las avenidas de esta ciudad. Hice parada en un semáforo de esos obligatorios que siempre están en rojo. Un caballero, sentado en la isleta que divide las dos direcciones de la amplia avenida llamo mi atención.
Era un vendedor de tarjetas de llamadas, lo sé por su indumentaria inconfundible, con los colores y accesorios que se han puesto expresamente para no pasar desapercibidos en las intersecciones concurridas de vendedores ambulantes, limpiavidrios y buscavida. Este vendedor de tarjetas particularmente no estaba deambulando entre los vehículos ni enseñando a lo alto el producto, sino estaba sentado, debajo de un frondoso árbol, comiendo.
Era la hora de la comida, por lo que yo tenía hambre, y fue tal vez esa necesidad biológica lo que me hizo querer saber qué estaba comiendo el hombre. Pensé que tal vez un picapollo, o quizá era un plato de arroz, habichuela y carne de esos que preparan en las fondas y comedores criollos. Vi, y era arroz, lo supe por las cucharadas voluminosas que llevaba del plato a la boca y que engullía sin masticar. Viendo el recipiente de donde sacaba tan jugoso bocado me di cuenta de que no era uno de esos platos de foam blancos que dan en las fondas, sino uno plástico, envuelto en una funda, que imaginé venia de su casa.
Seguramente quien lo trajo, venia de la casa donde vive el vendedor de tarjetas, donde su mujer lo había cocinado y sacado aparte con mucho amor. Pensé que tal vez un hijo lo había traído, teniendo que caminar kilómetros para que su padre pueda pausar unos minutos la ardua labor y comer.
Por como engullía, tenía prisa, y seguramente solo tomaría un minuto cavar con el plato y se pondría entonces de pie rápidamente para seguir laborando. Pensé: “el pobre, teniendo que comer tan aprisa, ni siquiera mastica... Luchando tanto; afanando”. Sentí la necesidad de felicitarlo.
Este hombre relativamente joven, había elegido para sostener a su familia un trabajo honesto, difícil, que exige un esfuerzo físico muy grande. Un trabajo que lo obliga a tomar sol las 11 horas soleadas del día, cosa que en el futuro probablemente le pase factura con un cáncer de piel. Él, entre tantas ofertas malas, inmorales, destructivas que brinda esta sociedad para sostén, el eligió trabajar duro y decentemente.
A sólo unos metros de él, pasaban dos sendas jipetas y pensé en todos los que, sin tanto esfuerzo, podían tener esos vehículos de alto consumo y de mucho lujo, y volví al vendedor. Sentí deseos de felicitarlo, de hablarle y decirle ¡Bien hermano, Bien! Dios te premiara por elegir ser honrado y mantener a tu familia trabajando duro. Sigue así, no te des por vencido de los problemas; y trata de que tus hijos sigan tu ejemplo.
Fue una sensación de dulce-amargo, porque por un lado se que tal vez el seguirá en la pobreza y le seguirán faltando muchas cosas necesarias a él y a su familia, pero a la vez me sentí con esperanza, al saber que todavía hay gente seria que prefiere escoger el camino difícil pero honrado.
Yo creo que sí se puede, hay que enseñarle a los jóvenes de hoy que sí se puede sobrevivir sin hacer lo malo, lo que hace daño a los demás, lo que trae consigo cárcel, muerte horrible, esclavitud.
Dentro de cada ser humano hay un sentido claro de qué es lo correcto. Seguir los valores que cuidan tu integridad personal y la de los demás como seres humanos hará más fácil la carga de vivir en este mundo.